Escrito por Samantha Cabrera Díaz, bajo el pseudónimo de Atenea (1999). Disculpen pero está sin terminar, sólo hay cuatro partes.
Notas de la autora:
Este relato es un UberXena, así que ciertas señoras te recordarán muchísimo a nuestras queridas Xena y Gabrielle, personajes que pertenecen a MCA Universal/Studios USA y Renaissance Pictures, aunque la historia es completamente mía. No se persigue ánimo de lucro y el acceso a esta página es libre y gratuito, dado lo cual espero librarme de la demanda por infringir derechos de autor. No obstante, se ruega no reproducir en otros websites sin previo permiso expreso de la autora y, en todo caso, siempre conservando intactos notas y avisos previos.
He estado en Madrid sólo unas cuantas veces y la última vez fue hace dos años, así que algunos detalles (especialmente geográficos) me resultan borrosos, si encuentras algo que no encaja, cuéntamelo, por favor.
AVISO: habrá algo de violencia y palabras mal sonantes, porque en la vida real nadie es perfecto (y tú no esperarías modales angelicales en un UberXena, ¿verdad?)… Pero nada realmente indecoroso (al fin y al cabo me eduqué en un instituto femenino, católico, apostólico y romano).
La que suscribe cree firmemente que la relación entre Xena y Gabrielle va más allá de la pura amistad. Si te sientes ofendido/a por la mera insinuación de la existencia de una relación amorosa (aunque sea sólo platónica) entre dos mujeres, mejor que te dediques a regar las plantas de tu casa o a leer un acta de la última conferencia episcopal, que siempre será interesante. Pero que conste que en la historia no hay nada sexualmente gráfico.
Cualquier comentario o crítica constructiva será bienvenida, pero tomaré la libertad de no contestar mensajes de contenido impertinente o maleducado.
Noviembre, 1986
Hace poco que ha amanecido. Papá está desayunando de puntillas, vestido de uniforme, impecable. La luz dorada del nuevo día se cuela por las cortinas. No hace mucho que me he despertado, una hora antes de lo normal. Tengo que terminar mis deberes, ecuaciones de tercer grado para la clase de matemáticas a segunda hora. La lámpara encendida de mi cuarto, los borrones a lápiz en el cuaderno y el siseo del viento invernal es lo único que existe a mi alrededor. Papá me hace un gesto de despedida desde el pasillo y en silencio me lanza un beso volado.
Recojo en el aire el beso imaginario y lo envío de vuelta con un soplo y una sonrisa. Él deja la casa a hurtadillas y cierra la puerta suavemente, para no despertar a Mamá, que aún duerme. Sólo son las seis y media. Madrid comienza a desperezarse.
Cinco minutos más tarde, una explosión descomunal rompe la quietud. La onda expansiva pulveriza en un segundo todas las ventanas, las sirenas de los coches aparcados en la vecindad gritan al unísono.
Yo no quiero mirar a la calle porque sé lo que ha ocurrido, hay cristales rotos desparramados por doquier, sobre mi cama, sobre la mesa, sobre mis manos que aún temblando tratan de escribir la última variante: equis es igual a trescientos veinticinco.
Enero, 2000
La misma pesadilla casi noche tras noche desde que tenía catorce años. Patricia se despertó sobresaltada, envuelta en sudor, ahogando un grito. En un instante recordó dónde estaba y los trazos familiares de la habitación la calmaron un tanto. Los dígitos fluorescentes del radio- despertador anunciaban las cuatro y veinte de la madrugada. Después de una década y media, los malos recuerdos seguían acechándola en las sombras.
Con sólo dos horas para tener que rendirse de facto a la rutina diaria, la joven trató de volverse a dormir.
«Dos días antes del día de Reyes y no puedo pegar ojo», pensó, «cualquiera pensaría que estoy un poco mayorcita para esperar regalos sorpresa».
Bostezó con cansancio ante la ironía y giró sobre sí misma, palmeando la almohada y obligándose a cerrar los ojos, con la esperanza de que Morfeo se la llevara a territorios más placenteros y tranquilos.
Después de media hora, Patricia se dio por vencida y decidio abordar el insomnio desde otra perspectiva. Se levantó de la cama y dirigió sus pies descalzos a la cocina. Al pasar junto al espejo del pasillo se sonrió ante la figura que el espejo le devolvía. Casi uno ochenta y cinco de altura, soñolientos ojos azules y una melena castaña que le llegaba a la altura del pecho, Patricia sabía que la lotería genética había sido generosa con ella.
Su madre solía quejarse hasta quedarse sin aliento de su innata habilidad para esconderse bajo atuendos nada estilizados, pero ella prefería vestir cómodamente a estar a la última. Y un pijama de manga larga con ovejitas estampadas nunca había matado a nadie, que se supiera.
Una vez en la cocina, inspeccionó los contenidos de la nevera, más por un efecto sedante que otra cosa. Al final se decidio por un Colacao caliente, unas galletas y un par de píldoras de Valeriana para acompañar.
Regresó al dormitorio con lo que quedaba del Colacao, encendio la radio y dejó reposar el vaso sobre la mesilla de noche, todo esto en la semipenumbra de una habitación donde la luz de la calle se filtraba a jirones. Patricia se acurrucó en la cama bajo el edredón nórdico y permitió que la locutora de noticias de Radio Cinco la informase de los eventos del día, mientras se abandonaba de nuevo al sueño.
«[…]La Policía prosigue la búsqueda del coche, un Ford Fiesta de color blanco, en el que presuntamente huyó el jefe del comando y que podría estar cargado con veinte kilos de dinamita que iban a utilizar en el atentado contra la Guardia Civil.
«Los arrestados en esta operación podrían pasar a disposición judicial el próximo viernes. Según fuentes jurídicas, sólo Merino tiene causas pendientes en la Audiencia Nacional, en relación con varios atentados con explosivos cometidos por el «comando Mara» de ETA.
«Los etarras detenidos tenían en la vivienda de la calle de Prim 40 kilos de dinamita procedentes de los 8.000 kilos que la banda robó en Plevin (Francia) en septiembre del pasado año, así como abundante armamento y material.
«En otro orden de cosas, el funeral de Doña María de las Mercedes[…]»
«¡Hijos de puta!», se oyó sisear en voz alta. Patricia se incorporó totalmente despejada, apagó la radio con furia y supo que la mañana había comenzado.
Recuerdos de un funeral y un ataúd envuelto en la bandera le vinieron a la mente. Salvas de honor para los muertos, el olvido voluntario para los vivos. El desgarro de una muerte injusta y la herida abierta expuesta en público. De qué sirven las banderas cuando un padre muere antes de tiempo.
«¡Buenos días, Patricia!», Alberto saludó jovialmente al pasar enfrente de su oficina, «¿me puedes decir cómo haces para ser la última en marcharte y la primera en llegar cada mañana?».
Patricia apartó la cabeza de la pantalla del ordenador y observó divertida a su compañero de despacho, un joven que había estudiado con ella en la Facultad y que era conocido por su buen humor y tener la novia más celosa del mundo.
«Es un secreto», contestó cruzando los brazos y reclinándose en la silla, «pero te lo diré en cuanto sepa cómo te las apañas para ser el último en llegar y el primero en irte cada tarde, guapísimo».
«¡Touché!», Alberto se rindio y siguió caminando hacia su oficina, dos puertas más allá.
La firma de abogados para la que ambos trabajaban ocupaba un piso completo en un edificio de oficinas en la céntrica calle de Alcalá, estaba compuesta por al menos una quincena de abogados y se encargaba principalmente de asuntos de empresa: derecho administrativo, mercantil, fiscal e incluso un poco de laboral.
Como Contreras, el jefe del despacho, solía decir, «el derecho penal proporciona notoriedad pero pocos dividendos».
La especialidad de Patricia era el derecho administrativo. Se movía como pez en el agua entre decretos y actos administrativos, plazos y disposiciones autonómicas. El estado es una máquina burocrática llena de trampas y el administrado interactúa en mil maneras con la Administración desde el día en que nace hasta que muere.
Como el gran hermano de la novela «1984» de Orwell, la administración podía asustarte con su enorme poder y su don de la ubicuidad, pero Patricia sabía exactamente qué teclas pulsar. Era curioso recordar sus tiempos en la Facultad, cuando su interés se volcaba en Internacional y Penal. Parecía haber pasado una eternidad, pero sólo habían sido unos años.
Cuando terminó la carrera, no sabía muy bien qué hacer. A la tierna edad de 23 años y había cumplido todos sus objetivos vitales… Ciertamente, no le quedaba más remedio que empezar de pasante en algún despacho y Contreras, que había sido amigo de su padre, le ofreció un acuerdo más que razonable, teniendo en cuenta que la mayoría de los pasantes aspiraban como mucho a servir de camareros por poco o ningún dinero. La regulación del Consejo de abogados había cambiado y ahora, en vez del año que a ella le tocó en suerte, los nuevos licenciados debían sufrir la pasantía durante dos años, no importaron nada las huelgas ni las protestas estudiantiles. Se consideraba afortunada por haberse librado, al diablo con las homologaciones europeas.
Cuando concluyó su tiempo de pasante, Contreras le pidio que continuase con la firma, en mejores términos pero con mayor responsabilidad. Hasta la fecha, nadie había tenido quejas de su profesionalismo, más bien al contrario. Contreras, sin embargo, siendo viejo amigo de la familia de Patricia, se preocupaba de que la joven no pareciera tener vida privada, siempre trabajando como si estuviese encadenada a la mesa del despacho. Sabía que después del atentado que mató a su padre, Patricia se había encerrado en sí misma y no había sido capaz de mantener una relación sentimental con nadie. Contreras había secretamente acariciado la idea de que su hijo Alberto podría ser lo que Patricia necesitaba, pero nada había ocurrido más allá de la pura amistad.
Las luces fluorescentes del despacho estaban encendidas, al igual que el ordenador. La enorme ventana que se alzaba imponente a sus espaldas era suficiente para iluminar toda la habitación sin tacañería, pero Patricia adoraba la luz. Alberto, de broma, entraba a veces con unas gafas de sol puestas para tomarle el pelo. Las paredes estaban pintadas de un blanco cremoso y algunos cuadros colgaban de las paredes, pero la mayoría estaban cubiertas de estantes interminables, albergando tomos y tomos de libros de consulta y otros volúmenes legales. El único toque personal era una pequeña canasta de baloncesto, de esas de juguete, detrás de la puerta y una foto familiar, reposando sobre la mesa a mano derecha. Una adolescente alta, morena y de ojos azules, de la mano de un hombre vestido con el uniforme del ejército del aire y otra mujer, que parecía ser el tercer miembro del clan. Aquellos eran sin duda otros tiempos, tiempos que, como dice la canción, ya no volverían jamás.
Una sirena se alejó gimiendo entre el tráfico matutino y la joven abogada dejó el reino de la memoria para regresar al presente, siendo el presente un recurso que tenía que estar listo en cinco días.
Alguien tocó con los nudillos en la puerta y una muchacha que no parecía tener ni un día más de los dieciséis años entró en la oficina, empujando una bandeja de correo.
«¡Hola, Patri!», saludó calurosamente, «¿cómo estás hoy, corazón?».
El acento canario de Yaiza siempre hacía sonreír a Patricia, todas las eses aspiradas y la ausencia del sonido zeta, además del cariño que ponía en cada sílaba. «Yaisa, la de la vos dulsona», le llamaban en la oficina.
«Muy bien Yaiza, gracias, buenos días a ti también…¿Cómo te trata la malvada bruja del Oeste?», preguntó Patricia, refiriéndose a Clara Pérez, otra abogada del despacho con la que Yaiza estaba trabajando durante su pasantía.
«Uy, con sí, con sá… Gracias a Dios todavía hoy no ha sacado el látigo… Me toca repartir el correo, mira, aquí te dejo tus cartas de amor». Yaiza titubeó un tanto pero siguió preguntando. «Mañana no se abre la oficina, Lucía y yo nos vamos de compras a Sol y a lo mejor una peli… pero supongo que te vendrás a trabajar de todas maneras, ¿verdad?».
«Esteeeee… Es que tengo que terminar el recurso de marras para el próximo martes, que si no me iba de cabeza, ya lo sabes».
Yaiza suspiró y empujó la bandeja del correo para seguir su camino, dejando caer unas palabras de despedida a la salida.
«Bueno, Patri, aunque probablemente mañana cinco de Enero el Corte Inglés va a ser territorio militarizado, que conste que me hubiese encantado que vinieses… Además, sé a ciencia cierta que Lucy está enamoradísima de ti», Yaiza le guiñó un ojo. «¡Anda, no trabajes demasiado y recuerda que el día de Reyes vamos al chino con el equipo!».
Patricia vio a la joven canaria alejarse, sabiendo que sus dotes de celestina la iban a meter en líos un día de estos. Yaiza y Patricia conectaron enseguida desde el primer día en que se conocieron, no importaba demasiado la diferencia de caracteres. Ambas coincidieron en el mismo vagón de metro un año atrás y la dicharachera canaria empezó a hablar con la abogada primero del tiempo y luego de sus estudios de derecho, cuando vio que Patricia llevaba algunos libros familiares en su regazo. Cuando Yaiza llegó a su parada, eran amigas de toda la vida, como a veces ocurre. Yaiza estaba en su último año de Derecho y vivía con unos compañeros de facultad en un piso cerca de la Universidad. Pequeña y pelirroja, aparentaba diez años más joven de lo que era. Patricia sentía que Yaiza era la hermana pequeña que nunca tuvo y cuando ésta estaba buscando un lugar donde hacer la pasantía, consiguió convencer a Contreras para que le hiciese un hueco.
La joven pelirroja introdujo a Patricia a sus amigas del equipo de baloncesto, que se reunían tres veces en semana para entrenar.
«Con esa altura, tienes que jugar de pivot, vamos a ganar todos los partidos, ya verás», le dijo.
También intentó emparejarla con un largo desfile de pretendientes masculinos, hasta que, un día en la plaza Mayor y en medio de la última doble cita a ciegas, Patricia se llevó a Yaiza aparte para explicarle un pequeño detalle.
«Yaiza, cielo, de verdad que agradezco las molestias que te tomas, pero ya no sé cómo decírtelo… Esperaba que te dieses cuenta tú sola… En fin, no es que me esconda ni nada de eso… ¡Dios sabe que tengo pegatinas con arco iris en el coche y toda la parafernalia! Pero tampoco quería asustarte», Patricia le dijo, muy interesada repentinamente en sus zapatos.
«Patri, ¿qué te pasa? ¿Qué es lo que no sabes cómo decirme? Te prometo por la Virgen del Pino que Juanma me dijo que el tal Diego era un tío enrollado, quién iba a pensar que era más aburrido que un plomo…Pero no es eso, me parece que…», Yaiza titubeó.
«Yaiza, ¿te acuerdas de la película que vimos anoche en la tele, El perro del Hortelano?».
Yaiza asintió.
«¿Te acuerdas que dijiste que Carmelo Gómez era tu tipo ideal?», la canaria pelirroja siguió asintiendo, sin saber muy bien a dónde quería su amiga ir a parar, «¿qué dirías si mi tipo ideal fuese Emma Suárez?».
«¡Joder!», Yaiza exclamó sorprendida, con la mandíbula en el piso, «¡joder!». Repitió, dándose ahora cuenta de las verdaderas implicaciones de la confesión de su amiga, «¡qué pasada!».
Patricia dejó que su amiga se recuperase de la sorpresa.
«¡Tía, menos mal!», Yaiza sonrió.
«¿Menos mal qué?», Patricia frunció el entrecejo sin saber qué pensar.
«Chacha, cómo no me habré dado cuenta antes, es que estoy en Babia,» Yaiza continuó, «pero ahora me explico, había empezado a dudar de mis habilidades como celestina… ¡Te estaba buscando pareja en el equipo equivocado!», la joven soltó una carcajada que se pudo oír en toda la plaza, «ahora que estoy mejor informada, sin embargo, de esta no te escapas» y una sonrisa diabólica después…»¿Te he hablado alguna vez de mi compañera de piso Lucía…?», preguntó Yaiza, tomándola del brazo para volver a la mesa en la que Juanma, el novio de Yaiza, y Diego, el pretendiente sin esperanza número tropecientos, les esperaban pacientemente.