No había demasiado movimiento en la calle, casi engullida por la oscuridad nocturna. Casi todas las farolas habían sido destruidas a pedradas por los gamberros del vecindario, que no era considerado precisamente el más seguro de la ciudad.
Un gato saltó maullando despavorido, cruzándose en el paso de una joven de piel oscura que corría como si se la llevase el diablo. La mujer apenas podía tenerse en pie, pero el miedo, que se dibujaba en sus facciones, la empujaba a sacar fuerzas de la nada, mirando hacia atrás sobre su hombro izquierdo a cada paso. Uno de los tacones de sus zapatos se había perdido en el camino y ella cojeaba visiblemente. Hacía frío, la noche anterior había helado y también la nieve había caído sobre Madrid. La muchacha, sin embargo, no vestía más que una minifalda y una blusa de gasa.
Un coche dobló la esquina, barriendo con sus luces la acera desierta. La mujer tuvo el tiempo justo de esconderse en un portal cercano. Con el corazón en la boca y de espaldas a la pared, la joven mestiza temblaba, ya no sabía si de frío o de temor.
El coche, un Mercedes 190 azul marino, pasó de largo, en lo que a ella le pareció una eternidad.
Diez minutos más tarde, el persistente ruido de un teléfono en uno de los otros despachos sacó a Patricia de su concentración. Levantó la vista de los papeles que tenía sobre su escritorio y se preguntó quién podría estar llamando a las nueve de la noche la víspera del día de Reyes. Primero pensó en dejarlo sonar. «Tengo que terminar el dichoso recurso… «. Pero la persona al otro lado de la línea no se rendía fácilmente. «No contestes, ni siquiera es tu teléfono, es el del despacho de Alberto… «.
Dándose por vencida, Patricia se levantó y dirigió sus pasos hasta el ruidoso teléfono. Las únicas luces encendidas en toda la planta eran las del pasillo principal y las de su propio despacho. A esa hora y sin gente, las oficinas tenían un aire casi fantasmagórico. Al entrar al despacho de Alberto, tuvo que pararse a encender las luces, que volvieron a la vida con un relampagueo fluorescente.
Alzó el auricular y contestó con voz suave pero firme.
– ¿Diga?- .
Oyó un ruido metálico de monedas y supo que la llamada provenía de una cabina.
– ¿Alberto?- una voz de mujer preguntó- ¿Está Alberto? – quien quiera que fuese tenía un distintivo acento latinoamericano, probablemente Cuba…
– Alberto no se encuentra aquí ahora mismo, vuelve el próximo lunes, dentro de cinco días. ¿Quiere dejar un…?- .
– ¡Necesito encontrarle, es urgente!- la joven del teléfono interrumpió, terminando por suplicar – ¡por favor!- .
Patricia echó un vistazo a su reloj de pulsera. Las nueve y media. En cierto restaurante chino un equipo de baloncesto cenaba sin ella y en el otro cuarto una montaña de papeleo requería su atención.
– ¿Quién le llama? – preguntó, con un bolígrafo listo para apuntar el mensaje.
– Susana, me llamo Susana. Conozco a Alberto de Alerta Norte… Me dijo que me pusiese en contacto si tenía problemas. Y estoy metida en uno bueno, comadre… Por favor, que ya no me queda cambio…Estoy en la esquina de Portugal con Victoria, dígale que me venga a recoger, ellos me están buscando y si me encuentran… – la línea se cortó y el teléfono ya no daba señal – .
– ¿Susana? ¿Susana?- .
«Estupendo», pensó Patricia, sentándose en la silla giratoria de su compañero, marcó el número de Alberto. Nadie contestaba. Probó con el móvil, una voz femenina le informó que ese usuario estaba o bien desconectado o bien fuera de cobertura.
«¡Genial!», pensó, «Alberto está desaparecido en combate y yo con el marrón…En fin, yo he hecho lo que he podido…».
Pero había una desesperación real, casi tangible, en la voz de la mujer que había telefoneado. Patricia decidio intentarlo de nuevo. Alerta Norte… Alerta Norte era una asociación de abogados que se dedicaba a ayudar a inmigrantes, especialmente los ilegales con los que Madrid estaba repleto. Alberto le había contado que trabajaba de voluntario algunas horas a la semana. Él había querido reclutarla para la causa, pero a ella casi no le quedaba tiempo ni para respirar, mucho menos para trabajo voluntario.
Alberto, sin embargo, se sentía como pez en el agua jugando a ser un caballero de reluciente armadura, especialmente si se trataba de rescatar damiselas en peligro.
Rebuscando entre la agenda de teléfonos de Alberto, por fin halló el número de Alerta Norte.
– Alerta Norte, buenas noches- una mujer descolgó el teléfono, Patricia se sorprendio un poco, pues no había esperado que hubiese nadie en la asociación tal día como aquel.
– Hum… Hola, me llamo Patricia, soy compañera de despacho de Alberto, necesito localizarlo… ¿Alberto Contreras?- .
– Sí, claro que conozco a Alberto, pensaba que se había ido a esquiar a Sierra Nevada – .
– Ay, es verdad, me lo comentó y se me había pasado…- Patricia dijo en voz alta pero casi para sí misma- Mira, estoy en el despacho y una tal Susana ha llamado, preguntando por Alberto para que le fuese a recoger…Esta chica parecía estar metida en un lío muy gordo… y te digo esto porque no puedo encontrar a Alberto. ¿Irías a buscarla si te diese la dirección? Parecía realmente desesperada – .
– Patricia, me has dicho que te llamas, ¿tienes coche, Patricia?- preguntó su interlocutora.
Al rato, Patricia se encontró a sí misma al volante de su Volkswagen Golf negro, con un par de direcciones garabateadas en un trozo de papel. Todavía no se explicaba muy bien cómo se había dejado convencer, «en el fondo soy una blandengue». Al llegar a la esquina de Portugal con Victoria, aparcó el coche y apagó el motor. La calle estaba desierta y su sexto sentido le habló de un peligro inminente. Patricia salió del Volkswagen y cerró la puerta, sin alejarse del vehículo. No se veía un alma. A punto estaba de abandonar el lugar cuando una mulata, de pelo rizado y vestida demasiado primaveral para el invierno capitalino, vino corriendo a su encuentro.
– ¿Susana?- preguntó la abogada – .
– ¿Dónde está Alberto?- la sudamericana entró en el coche por el lado del pasajero y tomó asiento – ¡Vamos, deprisa!- .
Patricia entró de nuevo en el vehículo, puso las llaves en el contacto pero se giró a la derecha para hablar cara a cara con su nueva pasajera, cuyo labio superior parecía roto y su ojo izquierdo demasiado morado para ser otra cosa que el producto de un puñetazo.
– Alberto no ha podido venir, está fuera de Madrid por un par de días, pero me han dicho que te lleve a Alerta Norte, que te encontrarán un sitio donde quedarte… ¡Hey! – se quejó la abogada, cuando Susana le agarró por los hombros y la obligó a esconder la cabeza a la altura de la palanca de cambios.
– ¡Shhhh!- dijo en un susurro la otra mujer- ¡Han vuelto!
Cuando el Mercedes 190 había pasado de largo, Patricia y su acompañante se incorporaron. El motor se encendio al mismo tiempo que la radio y el Volkswagen inició su marcha por las calles de Madrid. Sheryl Crow cantaba «Anything but down»…
– De acuerdo, que sólo estoy actuando de taxista, pero ¿podrías tener el detalle de explicarme de qué va todo esto? – preguntó la joven abogada, mirando a la sudamericana de reojo mientras seguía atenta al tráfico.
Para cuando casi habían llegado a la sede de Alerta Norte, Susana le había confiado sus secretos, secretos de cómo se sobrevive en el Madrid de los invisibles, de los ilegales, de los que consiguen sólo trabajos de broma por un sueldo mísero y no cotizan a organismo oficial alguno, de los duermen en una habitación sencilla con mujer y tres niños, de los desesperados de quienes los tiburones se aprovechan. La joven había llegado a España con hambre de futuro del brazo de un viejo decrépito que podía ser su abuelo, quien le había prometido casarse con ella, con tal mala fortuna que el viejo había olvidado mencionar su anterior matrimonio, aún en vigor, y su esposa, en excelente estado físico y mental. Luego vino el sobrevivir, limpiando casas ajenas por tres cuartos y durmiendo de pensión. Intentó encontrar un trabajo mejor, con su título universitario en literatura contemporánea bajo el brazo, pero nadie le iba a contratar sin permiso de residencia… Y el permiso de residencia no se lo concedían porque no tenía trabajo. Cuando le quedaban unos días para que su visado expirase, conoció a Sacha, compatriota y natural de La Habana, la tierra añorada, el malecón que todavía le hablaba en sueños. ¿El oficio de Sacha? El más antiguo del mundo…
La joven cubana temblaba visiblemente. En un semáforo, Patricia rebuscó con su mano derecha en el asiento de atrás y le ofreció su chaqueta de cuero. Refugiándose en la chaqueta prestada, la pasajera rompió a llorar de a poquito, como cuando se llora en silencio, pero siguió contando su historia.
A golpe de bragueta Susana conoció el mundo sórdido que no te enseñan en las postales de la Puerta de Alcalá. No hacía mucho había empezado a esnifar cocaína con los clientes, polvos mágicos que hacen olvidar cuán profunda es la mierda que te llega a las rodillas. Dos semanas atrás descubrió que estaba embarazada, el dueño del garito en el que trabajaba le facilitó una cita con un médico, una clínica limpia y discreta, un problema resuelto. Cuando trató de salirse del burdel, dos matones le dieron la paliza de su vida. Ni siquiera pudo recuperar su pasaporte, que el jefe guardaba dios sabía dónde con los de las otras chicas. Esa noche se había escapado por los pelos, Alberto era su único contacto, una de las chicas del local se lo había dado. Una amiga de una amiga había acudido a la organización y había conseguido arreglar sus papeles y un trabajo digno.
Susana no sabía qué era lo que le inspiraba tanta confianza en la morena de ojos azules para querer hacerla partícipe de su odisea… Irracional como era el pensamiento, pues no conocía a su conductora previamente, se sentía a salvo, protegida. Tal era el aura que imanaba Patricia, mientras le alcanzaba unos Kleenex de la guantera. Tenía ojos tan sinceros como feroces. Extraña combinación.
La sede de Alerta Norte estaba en una enorme casona de la zona de Chueca, no muy lejos de donde Patricia habría disfrutado de la cena con sus amigas del equipo de baloncesto de haber tenido tiempo. Aparcó fácilmente junto a pequeño parque, donde un pequeño gentío socializaba bulliciosamente de camino a los locales de los alrededores. Susana salió del coche y la siguió de cerca, unos pasos más atrás, mirando con temor a todos lados.
El timbre sonó dos veces y la puerta se abrió de par en par en unos segundos. Una veinteañera de pelo cortísimo y vestida casualmente con vaqueros gastados y camiseta les indicó con la mano que pasaran.
– Hola, me llamo Mónica y vosotras debéis ser Susana y Patricia… – Saludando con sendos besos en la mejilla, Mónica les guiñó un ojo y ofreció café recién hecho.
Las dos recién llegadas asintieron con la cabeza, Patricia estaba pensando en alguna excusa que le permitiese abandonar el lugar sin hacer mucho ruido, con un rápido vistazo a su reloj, alzó de nuevo la cabeza. Rebuscó en su bolso y sacó una tarjeta de visita para dejársela a Susana.
– Si te apetece hablar o te puedo ayudar en algo, no dudes en llamarme. Bueno, me encantaría quedarme pero son casi las…- Patricia cesó toda actividad cuando otra joven de veintitantos años, pequeña de estatura, cortos cabellos rubios e inmensos ojos verdes, entró en la recepción donde estaban, portando un par de tazas de café para las visitas.
Patricia no sabía ni su nombre ni su horóscopo ni su color favorito y no es que importase demasiado. Nunca había creído en el amor a primera vista hasta ese instante. Mariposas en el estómago le recordaron que no había tomado nada en todo el día a parte del desayuno. A lo mejor no era sólo hambre después de todo. ¿Qué diablos me pasa? Espabila, tonta… Pero yo he visto esos ojos antes…
– Tú debes ser la compañera de Alberto- se acercó la rubia, sonriendo y dándole un beso en la mejilla- Y tú eres Susana, ¿verdad?- la aludida asintió con la cabeza e intercambió besos también – Yo me llamo Marta, encantada de conoceros – .
– ¿Cómo… ?- balbuceó la morena, sin encontrar las palabras adecuadas.
– ¿Que cómo he sabido quién era quién? Muy fácil, por un sencillo proceso de eliminación la abogada debe ser la que no deja de mirar el reloj…- Marta sonrió y se quedó prendada de ojos azul hielo – .
«Azul cielo, como abrir las ventanas un día de verano junto al mar».
– Bueno, Susana – intercedio Mónica- tengo algunas ropas más abrigadas si quieres cambiarte en la habitación de atrás, esta noche te puedes quedar en uno de nuestros refugios, tenemos un piso a sólo un par de minutos de aquí, ya te buscaremos otra cosa más permanente cuando decidas qué quieres hacer. Ven por aquí – .
Susana se dejó guiar y ambas mujeres desaparecieron en el otro lado de la casa. Marta, quedándose a solas con Patricia, le indicó con una mano que tomase asiento y ella se sentó a su lado, en un pequeño sofá gastado que era parte principal de la sala de espera.
Un incómodo silencio y unos cuantos sorbos de café después, la rubia rompió el hielo.
– ¿Susana te ha contado algo?- dijo.
– La versión reducida, pero sí, a grandes rasgos.
– Por desgracia, los casos como el suyo abundan. Alberto habló por teléfono con ella la semana pasada, otra de las chicas que hemos ayudado le había dado su número – Marta hizo una pausa para tomar otro sorbo de su café- Dijiste que eras compañera de despacho de Alberto, me extraña que nunca te haya intentado enrolar para la causa.
– Lo ha intentado – Patricia admitió un tanto avergonzada- pero últimamente no tengo tiempo de nada…- se justificó – .
– Es una pena, siempre estamos a la caza de nuevos voluntarios. ¿Cuál es tu especialidad?- preguntó, clavando sus ojos verdes en Patricia, que se terminó de un trago lo que le quedaba del café.
– Administrativo…Ya, ya lo sé, muy aburrido – sonrió- ¿Y tú?
– ¿Mi especialidad? Lo que toque, supongo. Tengo un pequeño despacho con una compañera de facultad, nada grandioso, como lo tuyo, que ya sé que la firma del padre de Alberto es de postín.
– No, no creas… – Patricia sostuvo la taza vacía en sus manos, sin saber qué más decir.
– En fin…¡Mira la hora que es! Me tengo que ir, mañana tengo que madrugar para terminar un recurso…
– Pero mañana es día de Reyes…- puntualizó Marta.
– La verdad es que la fecha no me dice nada, cuando era pequeña sí, pero ahora es un día más, excepto por los niños del vecindario que estrenan bicicletas.
– Pues nada, no te entretengo más, te acompaño a la puerta – Marta siguió a Patricia por el pasillo y abrió la puerta.
Cuando Patricia se hubo sentado al volante de su coche, se cubrió la cara con las manos y empezó a lamentarse en voz alta.
– ¿Por qué? ¿Por qué, Dios mío? Para una vez que conozco a alguien interesante y no se me ocurre nada de qué hablar. ¡Derecho administrativo! Y además se va a pensar que soy una pija como Alberto.
– No es cierto – Marta le dijo con voz dulce, apareciendo de repente junto a la ventanilla del conductor, mientras Patricia daba un respingo en el asiento- Te has dejado el bolso – señaló, casi pidiendo disculpas por interrumpir el monólogo.
«¡Genial! ¿Qué más puede salir mal? Si querías impresionarla, lo has conseguido.»
Patricia miró a la pequeña rubia con aire de niña traviesa a la que acaban de pillar con las manos en la masa. Salir pitando del sitio era una opción casi honorable en ese momento.
– Gracias- dijo Patricia, cabizbaja- No hubiese podido encender el motor sin las llaves – sonrió con humildad – ¡Vaya desastre estoy hecha, un día me voy a dejar la cabeza en algún sitio!- .
Marta le entregó el bolso a través de la ventanilla y esperó a que Patricia pusiese en marcha el coche. Cuando vio el vehículo alejarse, devolvio el gesto de despedida con la mano y entró de nuevo en el local de Alerta Norte.
Mónica le esperaba en la puerta, junto a Susana, que vestía ahora de acuerdo la temperatura real de la calle.
– Voy a llevar a Susana al piso refugio, no tardaré mucho. De todas formas, vete recogiendo tus cosas para irte a casa, que Roberto dijo se iba a quedar a hacer guardia esta noche mientras estudia para sus parciales y ya debe estar al caer – .
Marta estaba en la luna de Valencia. Mónica arqueó una ceja y bromeó, antes de cerrar la puerta tras de sí.
– ¡Ay, ay, Martita, eso debe ser amor!- .
«¿Amor? ¿Así por las buenas? Si ni siquiera me ha dirigido la palabra por más de cinco minutos… Pero tiene los ojos azules más tristes y hermosos que he visto jamás. ¡Aghh, no tengo arreglo!»
Víspera de Reyes en Madrid, nada es lo que era.