La llave del corazón

Escrito por Samantha Cabrera Díaz (bajo el pseudónimo de Atenea la fantástica)

Septiembre 2022: Ha llovido mucho desde 1999, cuando escribí esta historia. Publicada originalmente en el Xenaverso de Atenea, en la sección de fanfiction. Es un pelín cursi pero me trae buenos recuerdos. Siento ahora la mención de Mecano, pero me encantaban cuando era adolescente. Aquí lo tienen sin más aditivos, una cápsula en el tiempo de cuando era una fangirl a jornada completa. Entre la temporada cuatro y la cinco. De la temporada cinco los xenitas no hablamos demasiado. 😉

Este relato está inspirado en el episodio «Between the lines» de la cuarta temporada de «Xena: Warrior Princess (Princesa Guerrera)» y quizás, muy pero que muy de lejos, en el libro de la mexicana Laura Esquivel titulado «La ley del amor» (lo recomiendo fervorosamente). También se mencionan varias escenas de otros episodios de la segunda temporada («The Quest»), la tercera («One against an army») y la cuarta («A good day», «Ides of march»).

Este es mi modesto primer intento de escribir fanficción (o fanfiction). Cualquier comentario o crítica constructiva será bienvenida, pero tomaré la libertad de no contestar mensajes de contenido impertinente o maleducado.

Mi conocimiento real de la ciudad de Granada es muy escaso y terriblemente adornado por mi imaginación, pues para mí es un lugar mágico que recuerdo a veces en sueños. La última visita que hice a Granada fue hace más de una década, luego por favor excúsenme si me equivoco en el detalle.

La que suscribe cree firmemente que la relación entre Xena y Gabrielle va más allá de la pura amistad. Si te sientes ofendido/a por la mera insinuación de la existencia de una relación amorosa (aunque sea sólo platónica) entre dos mujeres, mejor que te dediques a regar las plantas de tu casa o a leer un acta de la última conferencia episcopal, que siempre será interesante. Pero que conste, no obstante, que en la historia no hay nada sexualmente gráfico.

Los personajes de Xena y Gabrielle pertenecen a MCA Universal/Studios USA y Renaissance Pictures. Los he tomado prestados por pasar un buen rato y prometo tratarlos con todo el cariño del mundo, devolviéndolos sin mácula al final de la historia. La canción de Mecano, «Te busqué» (Nacho Cano), es la número cinco del album «Entre el cielo y el suelo», 1986, Ariola.

AVISO ESPECIAL: Me temo que este relato es simple y llanamente un ejercicio de ternura entre dos almas gemelas, con una enorme dosis de un dulce amor eterno, no esperes emociones fuertes ni escenas violentas…Esas las he de dejar para una futura ocasión. No te culparé si terminas de leer el fanfic y piensas que es más cursi que un lazo rosa, aunque no lo creas, eso era lo que quería lograr. Tenemos que reivindicar la cursilería más a menudo. En ciertos estados de ánimo es reconfortante. Y no te hagas el/la valiente, que sé de buena tinta que tú también lloraste cuando «E.T.» se moría en la película.

No se persigue ánimo de lucro y el acceso a esta página es totalmente libre y gratuito. Sin embargo, se ruega no reproducir en otros websites sin previo permiso expreso de la autora y, en todo caso, siempre conservando intactos notas y avisos previos.


I

Hace no mucho visité la Alhambra, la Roja, en Granada, donde el eco de otros tiempos todavía se oye resonar, entre pasadas glorias, y la historia vibra en las paredes. Si bien nací en otro lugar remoto del mundo y mi vida transcurrió en su mayoría lejos de allí, el palacio tiene una forma familiar de llamarme en sueños. Tras el objetivo de mi cámara, sintiéndome a salvo del mundo, trataba de parar el agua de las fuentes en una imagen perdurable. Aún puedo ver las montañas en el fondo y los dibujos luminosos de sol líquido escurriéndose suavemente. Y de pronto adiviné unos ojos que me seguían tras unos lentes oscuros. Recuerdo que me dije sin pensar: «¿de qué color son?» y, como respuesta imposible, recibí una mirada límpida, ya no escondida en el anonimato de las lentes, de color verde marino, ese verde que a veces se vuelve azul con la luz adecuada. Detrás de mi cámara, no me atreví a pulsar el botón de nuevo… Cuando bajé la cámara, ya se había ido.

Tengo los ojos azules de mi abuela, que sí nació en la ciudad a la vera del palacio, pero ella cree en un Dios distinto, cuya luz no me ha llegado, y el palacio le es tan familiar que ya no lo imagina mágico, como yo, sino mundano y lleno de polvo. Aún así le tiene un cariño verdadero. La figura que acecha de día y de noche, desde que tiene edad para imaginar.

Yo puedo ver con estos ojos prestados secretos que plasmar en una imagen y siempre me admiro una vez más de encontrar detalles donde no los había. Es suerte y al mismo tiempo perseverancia, pero, como ya he dicho, detrás del diafragma de la cámara me siento a salvo del mundo. Pero a veces, como aquel día, otros ojos me miran, como los míos detrás del cristal, y no sé explicarme el porqué.

II

A lo lejos todavía se oye el estrépito de la batalla, espadas rechinando en la fuerza del encuentro. La lucha entablada aún perdura, le estoy buscando, atravesando mares de soldados muertos y mutilados, grito su nombre y soy incapaz de escucharlo.

«¡Gabrielle!», dónde estás, «¡Gabrielle!», por favor, dónde estás.

Me siento morir por dentro, hasta que por fin diviso unos ojos tristes que me hablan de la agonía, de lo inhumano de una guerra. Tú sólo comandarás ejércitos de luz, no sé cómo no lo vi antes, Gabrielle. No llores, el dolor pasa, tú ya lo sabes, el dolor se cura de a poquito. Ahora estoy aquí.

III

Después de casi haber atardecido, mis pasos me llevaron a las callejuelas que bordean la Capilla Real y para mi sorpresa los mismos ojos se posaron en los míos, sin el recurso defensivo de la cámara esta vez. Sin parpadear, por temor a perderlos, me acerqué con la cordialidad de quien se encuentra un amigo en otra ciudad.

Era una joven de estatura media, rubia, hablando español con acento norteamericano, sonrisa clara de ángel y nombre de ángel. «Gabrielle», me dijo, «estudiante de español y turista accidental». Me contó de su visita a Granada y a la Alhambra, le conté de mis fotos y de la heladería de la esquina.

«Hum… ¡Genial! Con este calor un helado o dos… «, asintió sonriendo, «también podríamos tapear un poco en alguna terraza. ¡Las tapas son el mejor invento español desde la siesta!»

Sentí una conexión especial con aquella mujer, más o menos de mi edad, nacida en otro lado del mundo, mientras nos sentamos a charlar sobre los helados. «Tengo una foto tuya», le dije, «de esta tarde en el Generalife. Te haré una copia si quieres». Asintió con la cabeza y me miró fijamente. «Esta tarde allá arriba me miraste como si me conocieses de antes», contestó, «¿nos hemos visto antes, quiero decir, antes de hoy?».

«¿Nunca has conocido a alguien por primera vez y tenido la sensación de que no era la primera vez, sino una cadena de cadenas?». Eso me ocurrió contigo, Gabrielle.

La vida te ofrece de tanto en tanto momentos extraños, momentos que recordar cuando nos hacemos viejos, momentos mágicos para evitar pensar en la ausencia de sentido del todo y la nada, de la propia vida y la muerte ajena.

IV

No había sido fácil dejar el hogar familiar sin que nadie lo notara. Gabrielle sabía que su padre no iba a estar del mejor humor cuando descubriese su fuga, en su nota lo explicaba, cómo quería vivir en el mundo real y escribir historias de aventuras… Todo aquello que como única hija de Samuel, un judío acaudalado, le estaba vedado. Su padre la había mimado y consentido, especialmente después de la muerte de Judith, su madre, permitiéndole leer todos los libros, educándola con los mejores maestros… Y ahora, en medio del conflicto entre el Reino de Granada y los Reyes Católicos, había decidido que su futuro estaba en desposar un desconocido a miles de kilómetros de distancia. Gabrielle no quería cambiar los amados paisajes de su infancia por una boda concertada, por muy rico e interesante que su padre creyese al pretendiente.

«Primero me das alas y luego me las cortas, padre, no es justo», escribió en su nota, «sé que lo haces creyendo que es lo mejor para mi porvenir, pero en el fondo sabes que me moriría de tristeza».

Gabrielle había tenido mucho cuidado de no apuntar, sin embargo, ninguna pista de su futuro paradero en su carta de despedida. Sus planes eran unirse a la milicia granadina como abanderado. Con sus nuevos ropajes y después de cortarse el cabello rubio podía pasar fácilmente por un chico y de esa forma vivir las aventuras que siempre había soñado. No sabía exactamente qué era lo que buscaba en la vida, pero sí sabía lo que no. La vida de judía esposa y madre no era para ella. El mundo de sus padres se desmoronaba a su alrededor. Las tropas cristianas habían tomado Málaga y nadie sabía qué ocurriría cuando se acercaran a la ciudad. El rey Boabdil era casi un niño, que a duras penas ejercía un liderato que le quedaba grande.

V

Todo está oscuro y Gabrielle despierta agitada de la pesadilla causada por la fiebre. La herida de la flecha envenenada en el hombro ya casi no duele, pero su cuerpo no responde, le cuesta trabajo hasta respirar. La armería es un lugar tenebroso que gira alrededor de su cabeza y donde cada esquina está poblada por sombras. La única figura familiar yace de espaldas a su lado, aún con la armadura puesta. «Todavía aquí, a mi lado», piensa. «Si sólo pudiera…». Gabrielle acaricia suavemente el cabello de Xena, rogando a los Dioses sin demasiada convicción para que no sea la última vez. No importan los persas que acampan a sólo una milla, no importa la muerte que acecha…

Junto a Xena le embarga un confortable sentimiento de seguridad. Y la tristeza infinita de que el día que empieza al alba sea el último con su mejor amiga. El único temor de Gabrielle no es la muerte sino la soledad.

«Xena, tienes que llevarme contigo, no me dejes aquí en Potidea, quiero aprender todo lo que sabes… Xena, por favor, quiero ser como tú». Xena, ahora despierta, contempla cómo Gabrielle languidece. La fiebre se apodera de nuevo de Gabrielle, que pierde el conocimiento y delira entre dientes. «Y yo quiero ser como tú», suspira Xena con una sonrisa tierna atenazada por el dolor. Una lágrima se le escapa rodando por la mejilla.

VI

«Si nuestras almas se cruzan de nuevo, ¿cómo recordaremos las mujeres que un día fuimos?»

«Me verás con el corazón».

Despertando de mi sueño envuelta en sudor, suspiré aliviada al encontrar un lugar familiar alrededor. No era una pesadilla, sino un recuerdo de otros tiempos, narrados en primera persona.

Nunca entendí los relámpagos que me habitaban en sueños ni los compartí con nadie. Pero por alguna razón sí podía confesárselos a Gabrielle. Sabía que encontraría una explicación y me sorprendio con una historia fascinante, como sacada de una leyenda de las muchas que tenían que ver con el palacio rojo y los habitantes exiliados de la ciudad.

VII

Gabrielle abrió su mochila y me enseñó una hermosa caja de madera tallada, obra de arte única, ribeteada y anudada por una cinta de cuero gastado. Pero la caja contenía, para mi asombro, una llave, una simple llave corroída por los años, vasta, grande, conservada con una extraña reverencia.

«Es la llave de la casa de mis ancestros en Granada», me explicó, «la llave es todo lo que queda de la casa, para ser exactos».

La península Ibérica del Reino Hispanovisigodo, lo que hoy conocemos como España y Portugal, fue completamente invadida por musulmanes del norte de África en el año 711 después de Cristo. Los moros formaron parte de la historia del país y sus gentes, conviviendo no siempre en armonía con sus vecinos cristianos. La «reconquista» fue un proceso lento y arduo que sólo terminó con la rendición del Reino Nazarí de Granada a los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, en 1492 (Capitulaciones de Santa Fe). Los judíos sefarditas, que en muchos casos habían colaborado con los moros en tareas de cultura y gobierno, fueron entonces expulsados y los mudéjares, musulmanes que vivían en el territorio cristiano, fueron obligados a convertirse al cristianismo so pena de seguir la misma suerte. Dice la leyenda que aquellos judíos granadinos forzados al exilio por los cristianos aún conservaban las llaves de sus casas en Granada, cuando partieron hacia el norte de África, previendo un eventual regreso que nunca se produjo.

«Esta ha sido la llave del corazón en mi familia desde hace cinco siglos. Representaba el amor por una tierra que nunca conocimos, pero ahora que estoy aquí, en nombre de todos los que me precedieron, no tiene mucho sentido», se lamentó Gabrielle, «¡es una llave para la que no tengo cerradura!», sonrió.

Gabrielle me contó cómo a veces, en sueños, también viajaba a tiempos pasados, a lugares extraños y sin embargo familiares, como recuerdos de la infancia, encontrándose con gente con las que parecía haber compartido una existencia.

«Es tan real que puedo sentir las cosas que ocurren como si las viviera… Aún a riesgo de que creas que me falta un tornillo… No hace mucho yo misma pensé estar perdiendo la razón. En una ocasión viví la expulsión de mi familia de Granada», se disculpó, «pero investigué un poco y por lo visto es más común de lo que parece, mi propia psiquiatra me lo explicó: es la ley del Karma. Claro que me es imposible probar nada, al menos no de la manera científica tradicional».

Según la ley del Karma, el alma humana evoluciona viviendo cada vez una vida distinta, reencarnándose en un cuerpo nuevo y aprendiendo las lecciones que necesita para poco a poco aspirar a la perfección como parte del cosmos. Cada pensamiento, cada acción que emprendemos inicia una causa que provoca un efecto, que en conjunto moldea nuestras vidas, para bien o para mal.

Así, puede que sufrimiento en una vida presente sea la consecuencia kármica por haber causado a otros sufrimiento en una vida pasada, o puede ser, incluso, sólo una prueba dolorosa con la que nuestra alma evoluciona.

Y en el viaje tropezamos cada vez con más o menos las mismas almas, kármicamente entrelazadas en la existencia, en una vida alguien es tu mejor amigo, en otra es tu hija o tu marido. Muchas personas creen en la existencia de las almas gemelas, dos almas totalmente conectadas entre sí, cuya perfección es complementarse, que crecen juntas a través de las sucesivas reencarnaciones, donde el alma habita cuerpos masculinos o femeninos dependiendo de lo que se necesite aprender en la siguiente vida.

Para crear buen karma y deshacernos del malo, debemos servir, sembrar amor para recogerlo más tarde. En una variedad de la ley de causa y efecto, la ley del amor implica que cuando das amor, energía positiva, ese amor se te devuelve.

Normalmente, el alma reencarnada no puede recordar vidas pasadas, salvo detalles muy vagos en sueños o a través de la hipnosis, o incluso con la ayuda de determinadas personas cuya sensibilidad les permite ver más allá.

«Probablemente tú y yo hemos estado juntas en alguna vida pasada y es por eso que me resultas tan familiar, como si te conociera desde siempre; al mismo tiempo, es una sensación agradable, debimos haber sido buenas amigas…», continuó Gabrielle.

«O amigos, nunca se sabe», puntualicé.

VIII

Después de la batalla, uno y otro bando recogía a los caídos en un silencio respetuoso. El joven médico de campaña Ahmed Ibn Yusuf separa los muertos de los que aún respiran. El rostro dulce y angelical del joven abanderado que yace inconsciente le roba el aliento por unos momentos.

«Y este también, con cuidado…».

Los camilleros colocan a Gabrielle en el carromato de los heridos, mientras Ahmed le sigue con la mirada, azul cielo.

Más tarde, en la tienda que sirve de enfermería, Gabrielle abre los ojos. Desorientada, el pánico le sacude por un segundo. Se palpa el vendaje en la frente. Intenta erguirse, pero las fuerzas no le acompañan y la cabeza le da vueltas.

«Hola», le saluda una voz profunda y tierna, «ya estás despierta», el joven médico sonríe.

«¿Cómo… ?», Gabrielle susurra en voz alta, atemorizada de por fin dejar al descubierto su identidad.

«Querida niña, hay cosas obvias… Y yo soy médico. Pero no temas, que tu secreto está a salvo conmigo. Ahora descansa, ya hablaremos de tu regreso a casa más tarde», Gabrielle hizo ademán de protestar, «sssss, calla, calla, ya tendrás tiempo de sobra para eso».

IX

Las luces de la ciudad parecen en guerra con la noche y todavía no puedo empezar a entender cómo el destino juega con nosotros así. Yo, que siempre creí que éramos nosotros mismos quienes forjábamos lo que ha de venir, ahora no me importa lo más mínimo, si significa volverte a encontrar una y otra vez. Porque esto es tan fuerte como la rotación del planeta, como la inmensidad del cosmos. Lo tengo escrito aquí dentro, en el DNA del alma. Me explico ahora esa infinita necesidad de buscar sin saber qué. Siempre he sido el rompecabezas cuya última pieza no encaja. Y sólo contigo siento que el círculo se cierra. El fuego se consume como nieve de primavera en la sierra y la paz se me lleva corriente abajo, con una lluvia de mariposas en el estómago.

X

Gabrielle abre los ojos de nuevo. El hospital de campaña está menos abarrotado. O muchos han muerto o algunos heridos han podido cruzar el cerco de la ciudad. Ahmed se da la vuelta cuando adivina unos ojos posados en su espalda.

«Veo que estás un poco más repuesta»- susurra el joven árabe, arrodillándose al borde de la camilla- «¿Tienes hambre?».

La joven judía asiente con la cabeza, intenta hablar pero la garganta, seca como está, no le responde. Ahmed intuye el gesto y le acerca un poco de agua a los labios.

«Ví lo que hiciste esta mañana por el cristiano», dijo Gabrielle, con los ojos clavados en los de él. «Creí que en la guerra ya nadie se preocupaba por nada que no fuera su propia subsistencia».

«He visto más muerte y mutilación de la que puedo tolerar», contesto con un aire melancólico en la voz, «no quiero ver más si puedo evitarlo».

XI

«¡Qué curioso!», señalé, mientras Gabrielle hacía un alto en la narración, «Así que esta antepasada tuya se llamaba Gabrielle también…».

«Es un nombre muy popular en mi familia, pero Gabrielle no es mi antepasado, al menos no técnicamente…Desapareció una noche y nada más se supo de ella hasta después de la rendición de la ciudad a los Reyes Católicos», Gabrielle siguió contando, «cuando sus padres la volvieron a ver, ella tenía el pelo corto y se vestía como un muchacho…Al parecer había servido de abanderado en la milicia granadina.»

La luz del parque tenía algo de rojizo, el atardecer nos había dejado a solas, los niños que jugaban alrededor de la fuente se habían ido.

El agua crepitaba y el terrible calor del día empezaba a refrescar. En el banco de madera, Gabrielle y yo adoptábamos la postura del loto frente a frente.

«¿Por qué dices que ella no es tu antepasado?», pregunté, mirando hondos ojos verdes.

«Porque Gabrielle dejó a su familia de nuevo y desapareció, yo soy descendiente directa de su hermana pequeña, Sarah…La leyenda cuenta que Gabrielle se había enamorado de un árabe y huyó con él», Gabrielle aclaró.

«Humm, ¡qué romántico!», dije con un deje de ironía en la voz, «igual que Romeo y Julieta».

«Hey, tú, morena de ojos azules, no te burles», sonrió, «que aquí estamos hablando de mi familia. Cuando era pequeña jugaba a ser Gabrielle, que me escapaba de casa y me iba a vivir aventuras al otro lado del mundo…Nada era nunca lo suficientemente emocionante».

«¿Y este no es el otro lado del mundo?», pensé. «¿Qué fue de Gabrielle?», pregunté.

«Nunca se supo con certeza a dónde o con quién se fue. Dicen que emprendio viaje en un bajel argelino hacia el este, pero no es seguro que arribara a ningún puerto en concreto. El Mediterráneo era un mar peligroso, plagado de piratas, cualquier cosa pudo haber ocurrido».

La noche se cierra en Granada y las luces de la ciudad resplandecen, juguetonas, sobre nuestras cabezas, hasta que decidimos levantarnos del banco y buscar refugio en uno de los bares abiertos en la avenida adyacente. De fondo, el hilo musical deja escapar una casi olvidada canción de Mecano.

«Te busqué por toda la ciudad

y en el pozo de la soledad

….

te busqué en el corazón

y en silencio oí tu voz…»

XII

La Reina Isabel la Católica había levantado un campamento para continuar el asedio de la ciudad. Los moros, debilitados y sin esperanza alguna de que los hermanos del norte de África viniesen en su ayuda, sabían que el inminente final estaba cerca. La moral baja, el futuro incierto…Incluso el aire que respiraban parecía impregnado de amargura. Los estandartes de los castellanos se alzaban desafiantes a los pies de la ciudad, que fuera hace tantos años corazón del saludable y poderoso Reino Nazarí, poblado por matemáticos y mercaderes, peregrinos y soldados, heredero de las tradiciones del Califato de Córdoba y cuya decadencia y caida presagiaban un destino semenjante.

Ahmed Ibn Yusuf y Gabrielle consiguieron entrar en la ciudadela, arriesgando el cuello en la oscuridad de la noche, por un túnel secreto que los espías del Reino usaban para evadir el cerco castellano. Gabrielle y Ahmed habían decidido escapar juntos, sabiendo que sus familias nunca consentirían en su unión. La fuerza que los ataba juntos era poderosa e intemporal, como si sus almas hubiesen sido prometidas entre sí mucho antes de haber nacido. Gabrielle estaba preocupada por su familia, sólo quería despedirse.

Ahmed no podía precisar el motivo ni el instante en que se enamoró perdidamente de la joven judía, de sus ojos verdes y marinos, de su lengua afilada y sincera, de la ternura en su voz cuando pronunciaba su nombre. Ahora dejarla habría sido como arrancarse el corazón del pecho y dárselo de alimento a perros hambrientos. Era la única enfermedad cuya cura no quería descubrir.

El bajel argelino que los conduciría a Grecia zarparía en una semana desde el puerto de Cádiz, adonde tendrían que viajar disfrazados de mercaderes.

En la callejuela de la casa de su infancia, Gabrielle esperaba oculta en las sombras de la mañana a que Miriam, la joven sirviente que había sido su mejor amiga, saliera como cada día a buscar agua a la fuente. Ahmed la observó acercarse sigilosa a su amiga, que no pudo contener un pequeño grito de emoción al verle aparecer de la nada.

«Gabrielle, ¿eres tú, niña?», dijo la doncella, dejando caer sin estrépito el cántaro que llevaba a la cintura.

«¡Miriam!», las dos amigas se besaron y se fundieron en un abrazo.

«Creí que no te iba a volver a ver jamás…Todos se preguntan qué ha sido de ti, ¿cuándo vuelves a casa?», preguntó Miriam, entre sollozos de alegría.

«Miriam, dime cómo está mi madre, mi padre…

La joven sirvienta suspiró con tristeza, intuyendo que la respuesta a su pregunta anterior era «nunca jamás».

«Tu madre todavía llora cada día en tu habitación, niña Gabrielle, tu padre enfureció la primera noche y removio cielo y tierra tratando de encontrarte, sin suerte, incluso mandó a llamar al astrólogo de la corte, que le dijo que nunca regresarías…Pero estás sana y salva, gracias a Yahvé…», Miriam lanzó una mirada inquisitiva a Ahmed, que permanecía callado detrás de Gabrielle. Gabrielle le agarró de la mano y lo empujó hacia adelante, haciendo las presentaciones pertinentes.

«Miriam, este es Ahmed Ibn Yusuf, me salvó la vida dos veces…La primera con sus artes médicas, la segunda al entregarme su corazón…» dijo Gabrielle, más para los oídos de Ahmed que para beneficio de Miriam. «Pero ya sabes lo que opina mi padre de los matrimonios mixtos», aclaró, «Por eso necesito que les des esta carta dentro de una semana, diles que te la ha dado un viajero».

Gabrielle colocó una carta carmesí en la palma de la mano de su amiga, mirándole fijamente a los ojos. «Vamos a zarpar en un bajel argelino para Grecia, queremos empezar una nueva vida donde nadie nos conozca, pero quiero que mamá sepa que estoy bien y que, aún más importante, la otra parte de mi alma está conmigo». Gabrielle tomó las manos de su amiga entre las suyas y las besó con cariño.

Miriam, con lágrimas en los ojos, guardó la carta en los pliegues de su vestido y tomó una pulsera plateada que llevaba en su muñeca derecha para dársela a su amiga.

«Esta pulsera, como sabes, es lo único que mi madre me dejó al morir», dijo secándose las lágrimas, «quiero que la tengas tú…No me olvides».

«Nunca», dijo Gabrielle, llorando también y sonriendo al mismo tiempo, «nunca».

Ahmed le recordó que tenían que irse sin demora, y la tomó suavemente de la mano para conducirla de nuevo al pasadizo secreto.

La Alhambra al amanecer enrojecía con la luz del sol, aún más que de costumbre, mientras la corte castellana acampada en Santa Fe iniciaba la rutina diaria. Dos sombras desaparecieron de camino a las montañas, bordeando el río Genil.

XIII

Xena yace en mis brazos como una muñeca de trapo, recupera de nuevo la consciencia, el dolor la está matando, lo veo reflejado en sus preciosos ojos azules …Aunque me temo que los romanos tienen otros planes. Las cruces que vimos al entrar en la prisión pronto tendrán dueño. Y lo único que siento es que ella va a dejarme primero, porque su espalda ya no la sostiene y no durará mucho en la cruz. A mí ya no me importa nada. Tuve la oportunidad de correr con los demás y escapar, pero no pude dejarla sola. Ella es más parte de mi alma que yo misma. Tiembla por mí, lo sé, que no por ella misma, pues ella también tuvo la oportunidad de no venir a estas montañas malditas en mi búsqueda, donde en su fuero interno sabía con certeza la profecía se iba a cumplir, y siguió galopando sin descanso para venir en mi auxilio.

Si no le amase ya más de lo imposible, me enamoraría de ella otra vez, como la primera vez, como el último minuto.

«Te hice dejar la vía del amor», Xena suspira débilmente, «yo tengo la culpa.»

Me enjuago una lágrima y le sonrío, intentando reconfortarla en lo posible. «Pude elegir, pude no hacer nada o salvar a mi amiga. Elegí la vía de la amistad.» Y lo haría mil veces más si tuviera que volver atrás.

«Ahora lamento todas las veces que no te traté bien.»

Se me parte el alma verla así, destruida, indefensa, sintiendo cómo la fuerza vital se le escapa con las palabras.

«Xena», suspiro su nombre, «tú has sacado a relucir lo mejor de mí misma. Antes de encontrarte, nadie me veía como yo era. Me sentía…invisible. Pero tu viste todas las cosas que yo podía ser. Tú me salvaste, Xena».

«Me hubiese gustado…»

«¿Qué?»

«Haber leído tus pergaminos al menos una vez.»

«Te hubiesen gustado.»

«Lo sé.»

El carcelero entra en la celda sin ceremonia, anunciando que ya es la hora. Un soldado nos ordena levantarnos, Xena es arrastrada al exterior. Es curioso que ahora que el final está tan cerca ya no tengo miedo. Ella estará conmigo…Siempre. La nieve está cayendo sobre nuestras cabezas y si no fuera por lo que nos deparan esas cruces diría que hoy es un día hermoso…Para morir.

XIV

«Mmmm…¿qué quieres saber? No hay gran cosa que contar.» Contesto.

Gabrielle sonríe y se reclina en el sofá, extendiendo su brazo izquierdo sobre el respaldo, mientras su otra mano juega con uno de los botones de su camisa.

«Siempre estamos hablando de mí, de mi familia, de Gabrielle… Pero no sé casi nada de ti, salvo que eres fotógrafa y que tu abuela es de aquí, de Granada, la ciudad más hermosa del mundo…Y que tus ojos azules tienen siete matices de luz que varían según tu estado de ánimo. Me he fijado».

Ahora me toca a mí sonreir y desde el suelo de la habitación, donde estoy sentada, extiendo la mano sobre la pequeña mesa que nos separa y vuelvo a llenar su copa de licor.

«Matiz de azul número tres…No pienses que por emborracharme voy a olvidar que me debes al menos algunos detalles tan nímios, como de dónde eres y a dónde vas…Aunque nunca digo que no a un buen licor y algo de queso de cabra, oiga…».

Resignada a mi suerte y sabiendo en mi fuero interno que no puedo negarle nada cuando me desarma con sus ojos sonrientes, tomo un sorbo de licor y le cuento que Nunca he pertenecido a ningún lugar en concreto.

«Nací en Madrid, pero mis padres se mudaron casi de inmediato a La Palma, en las Islas Canarias. Allí la gente tiene un acento cantarino. Pero la isla se quedó pequeña enseguida.

«Comencé a trabajar como fotógrafo de prensa para un periódico local y cuando tenía veintidós años me marché a Madrid con lo puesto y mi cámara. Después de dos años de hacer bodas, bautizos y comuniones, por fin conseguí un trabajo en un periódico. Luego entré en la Agencia EFE y empecé a viajar por Latinoamérica, pero todavía comparto un piso con mi prima Asunción en Madrid, pago mi parte de la renta religiosamente cada mes y Asun se encarga de tener un cubículo habitable donde el guerrero reposa cuando vuelve de la batalla…No estoy mucho en casa, la verdad».

No sé porqué tiene ese poder sobre mí, es como la Gabrielle de mis sueños, mi amiga del alma. Se inclina hacia adelante y me acaricia la mejilla con afecto.

«¿Ves? No era tan difícil…¡Oh, oh! Matiz de azul número seis». Y sigue.

«Ya sé que no tiene nada que ver, pero me recuerdas a Cíclope de la Patrulla X…Esos ojos tuyos pueden hacer mucho daño».

«Estoooo…Me voy a acabar poniendo gafas de sol cuando esté contigo, doña aprendiz de psicóloga», bromeo.

No sé qué hora es, la última vez que miré el reloj eran las dos de la mañana, pero se está tan bien aquí, charlando con ella a la luz de las velas, es como encontrarme con una vieja amistad y querer ponerte al día en una noche. Debe ser amor. ¿Quién te ha dado ese poder sobre mí? Tengo la extraña sensación de haber sido yo pero no recuerdo cuándo. Sin embargo, parece haber sido hace siglos…

XV

«Cada noche veo cómo ocurre de nuevo. Cada mañana desearía que fuese una pesadilla. Xena.”

«Se fue. Me dejó. ¿Cómo pudo hacer eso? Se fue. Y de verdad que quiero odiarla por ello.”

Llorando en brazos de Iolaus, ya no puedo más.

“No, tú no la odias.”

“Pero la echo de menos. ¡Hay tantas cosas que desearía poder decirle!. ¿Por qué no lo hice cuando tuve la oportunidad?”

«Siempre pensamos que tenemos todo el tiempo del mundo. Sabemos que la gente nos va a dejar, pero nunca lo afrontamos. ¿Qué le hubieses dicho?”

“Le hubiese dicho…Que mi vida estaba vacía antes de que ella apareciese, le diría todas las cosas que he aprendido. Y que la quiero.”

“Gabrielle, ya se lo acabas de decir.”

Me enjuago las lágrimas, tengo una promesa que cumplir, un último favor que hacerle a la princesa guerrera. Tengo que ser fuerte por ella, por primera vez, aunque mi corazón haya dejado de latir en mi pecho. Xena me espera.

XVI

Mi abuela me miró sonriendo desde el otro lado de la mesa. Las fuentes con comida, ella, Gabrielle y yo. Cómo se las apaña para devorar todo lo que ha comido y seguir hablando por los codos se me escapa. Mi abuela, sin embargo, está encantada con la rubia americana…Siempre fue amor a primera vista con alguien que tuviese buen apetito por sus guisos y guardase un rinconcito para el postre. El vino ha puesto algo de color en sus mejillas y Gabrielle alza la cabeza en medio de una frase, riéndose, no sé, ya he dejado de escuchar y sólo oigo su risa y el ruido de las copas al brindar. Mi abuela preguntó algo y los ojos verdes se entristecieron un tanto.

«Me marcho dentro de dos días», dijo Gabrielle. «Me tengo que marchar», puntualizó, buscándome con la mirada.

Mi abuela pregunta que dónde vive exactamente. «San Antonio, Tejas». Gabrielle le dice a mi abuela que le gustaría la ciudad, siempre hace calor y todavía conserva cierto aire español. Mi abuela parpadea y nos cuenta que, si consigue convencer a su amiga Consuelo, se da una vuelta por Tejas. Como si Tejas quedase por encima de Toledo, pienso. «¿Y hablan español?».

«No, abuela, hablan inglés», le digo.

«Hay algunos sitios donde sí se habla español, pero usted se queda conmigo en casa y yo le sirvo de guía», Gabrielle se ofrece, con dulzura en la voz y una mano sosteniéndo su mejilla.

«Y su nieta se viene también, si ella quiere».

A mí se me cuelga una sonrisa tonta, estoy segura, y me pierdo en el verde y no digo nada, porque siempre soy capaz de pensar miles de cosas ingeniosas que decir hasta que abro la boca y veo que me mira.

Lo siguiente que recuerdo es mi abuela que sale corriendo a la otra habitación, porque tiene un rollo en la cámara de fotos que quiere terminar ahora mismo. Mientras mi viejita amenaza con volver, Gabrielle envuelve mi mano con la suya y la acaricia. Yo le devuelvo el gesto y sin palabras, sé que es una promesa.

«¡Qué le voy a hacer!», le digo a mi ángel Gabrielle, «soy su nieta favorita y lo de la fotografía me tenía que venir de algún sitio…Tendrías que ver las miles de fotos de cuando era ‘chiquitica’. Estoy sorprendida de que no las haya sacado a relucir…Todavía».

Y, como para ponerme en evidencia, mi abuela regresa esgrimiendo su cámara de fotos y un album bajo el brazo, lleno de mis desnudos integrales de bebé y demás situaciones comprometedoras. Mi abuela nos anima a posar para la foto y Gabrielle sonríe a la cámara, sin apartar su mano de la mía. Yo le miro de reojo, riendo y levantando una ceja, mientras ella dice «¡Whiskyyyyy!».

Fin

Por Sam C

Soy gestora de proyectos de señalización ferroviaria, escritora y fotógrafa, oriunda de Canarias y adoptada por el Reino Unido. También estoy estudiando en la universidad de Warwick un Master de Ciencias a tiempo parcial (Programme & Project Management).

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