La noche interior

El restaurante gallego estaba hasta la bandera, pero Marta se las apañó para que el dueño, que la saludó efusivamente al verla, les consiguiese una mesa en un rincón tranquilo después de sólo cinco minutos. Después de los aperitivos, el primer y segundo plato y los postres, Patricia, que no había comido la mitad que su rubia acompañante, estaba a punto de caer redonda al suelo. Todavía sentía los churros con chocolate empujando hacia el estómago, abriéndose paso con dificultad entre tanto marisco, sin duda. Lo del saque mitológico de Marta era una verdad como un templo, ella daba fe. Cómo podía conservar una figura tan impresionante era un misterio. El camarero, que se llamaba Juan Luis y era cordobés y, según Marta, contaba unos chistes de leperos de morirse, retiró los platos y trajo un caldero cobrizo conteniendo algún licor innombrable, Marta explicó la tradición a su amiga.

-Toma- le tendio una pequeña tarjeta con una inscripción en gallego- lo tienes que leer mientras yo remuevo esto un poco.

-¡Está escrito en gallego! ¡No tengo ni idea de gallego!-.

– Bueno, mujer, léelo como buenamente puedas.

-¿Se puede saber cuál es el motivo de semejante ceremonia?

– Vamos a invocar a los buenos espíritus para que nos libren de malas meigas y almas descarriadas…Creo, al menos eso es lo que me dijeron cuando pregunté la primera vez, no estoy muy segura…¡Yo tampoco sé gallego!- Marta le guiñó un ojo y, empuñando un cucharón en una mano, prendio fuego al líquido alcohólico del caldero con la otra. Patricia dio un respingo en el asiento.

– Esperemos que no haya que llamar a los bomberos…- dijo Patricia, alzando una ceja, divertida -.

– Anda, empieza a leer- Marta revolvio el licor con el cucharón, con aparente maestría.

Cuando Patricia terminó de recitar en gallego, entre hipos y risas, Marta escanció dos copas del susodicho licor y le entregó una de ellas.

– Ten cuidado, que está caliente, no te vayas a chamuscar esas preciosas pestañas que tienes – se le escapó a Marta, con una sonrisa de oreja a oreja -.

«Mariposas en el estómago, cuando me mira así tengo mariposas en el estómago y no es hambre porque no podría comer ni un calamar más», pensó Patricia, «¡y yo que ya me había convencido de que eran sólo un mito!».

– Me parece a mí que quieres emborracharme para aprovecharte de mí- dijo Patricia, con sus ojos azules clavados en los verdemar de Marta.

– ¡Uy! Voy a tener que revisar mis tácticas, estoy resultando demasiado transparente.

Patricia se sonrojó ostensiblemente y se parapetó tras su copa, tomando un trago largo y sin prisa.

Marta sopesó los pros y los contras y se lanzó al ataque, ahora que las defensas estaban bajas, intrigada por el aura misteriosa que envolvía a su nueva amiga.

– Creo que en la última hora te he contado absolutamente todo sobre mi humilde persona, incluyendo marcas de nacimiento y embarazosos segundos nombres…Espero no haberte aburrido demasiado con mis historias.

– No, nada de eso, perdóname en todo caso que nunca haya sido muy dada a hablar demasiado, es cosa de familia.

– Bueno, si se trata de un problema de origen genético, te lo paso hoy por ser la primera vez…

– Anda, me rindo, dime qué quieres saber y prometo contestar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad – dijo Patricia, poniéndose un poco más seria de lo previsto.

– Ya que te ofreces tan jurídica…No sé, empieza por tu segundo nombre, por ejemplo- Marta le guiñó un ojo -.

– No te vas a reír, ¿verdad? – Marta asintió con la cabeza- Loreto -.

-¿Loreto?-.

– No te ibas a reír.

– No me estoy riendo, sólo sonriéndome…No te pega nada. Patricia Loreto.

– Patricia Loreto Mendoza Peinado. Es que mi padre era oficial del ejército del aire y la patrona es nuestra señora de Loreto…

– ¿Qué hace tu padre ahora? ¿Está retirado o algo así?

La sonrisa de Patricia se desvaneció como por ensalmo. Se escondio por un segundo detrás de su vaso de licor y tomó un sorbo.

– No, murió hace quince años en un atentado terrorista – dijo finalmente, en un tono carente de emoción.

– Lo…lo siento – Marta se quedó en blanco – No tenía ni idea.

– No te preocupes, no tenías porqué saberlo. Ya no me es tan difícil, hubo un tiempo cuando no podía pensar en ello sin echarme a llorar. Ahora lo tengo más controlado. Mi psicólogo decía que debía hablar de ello más a menudo para distanciarme del dolor.

– ¿Qué ocurrió?

– Un coche bomba. La policía nos dijo que fue una cuestión de segundos, él no tuvo ni tiempo de darse cuenta de lo que estaba pasando. Supongo que en cierta manera habrá que agradecerles a esos hijos de su madre que pusieran suficiente amonal para volar un edificio.

– ¿Qué edad tenías tú?

– Quince años. Estaba haciendo primero de BUP en los Jesuitas. Cuando oí la bomba estaba en mi cuarto terminando mis deberes de matemáticas, ¿te lo puedes creer? Todo lo que me preocupaba era terminar mis ecuaciones porque el cura que me daba mates me tenía entre ceja y ceja.

– Eras muy joven, ha debido ser muy duro…¿Tienes hermanos o hermanas?

– No, sólo mi madre y yo. Mi madre es buena gente, pero un tanto…peculiar. Nunca hemos tenido una relación fácil, me temo. Y cuando mi padre desapareció, ella se encerró un poco más en su mundo y yo en el mío, eso sí, siempre cumpliendo con nuestras obligaciones y en todo momento actuando como se esperaba de nosotras.

Marta intentó descargar la atmósfera de malos recuerdos, proponiendo un tema más ligero. El camarero dejó la cuenta sobre la mesa y Patricia puso discretamente su tarjeta de crédito en la bandeja.

– La relación con mi madre es tan buena que da asco- informó Marta- Cuando con quince años le dije que pensaba que me iban más las chicas que los chicos, ni se inmutó. Con su afán de ser más progre que nadie, creo que hasta se alegró de que una de sus hijas fuese lesbiana, para presumir de enrollada con sus amigotes del partido. No sé si habrás oído hablar de ella, Pilar Galán Mateo, de Izquierda Unida.

– ¿Pilar Galán Mateo? ¿La Pilar Galán Mateo que es diputada del Congreso?- inquirió Patricia sorprendida.

– Sí, esa es mi mamá. Mi padre, el pobre, no da abasto con ella. Él es profesor de Literatura Española en la Autónoma. Mi hermana Pilar tiene dos años más que yo y vive en un chalecito de la Sierra, casada con un arquitecto y con dos niños de tres años. Mi opinión personal es que lo hace a posta para llevarle la contraria a mamá. Siempre están discutiendo porque mi madre no entiende cómo, después de licenciarse en Ciencias Políticas cum laude, anda perdiendo el tiempo de ama de casa. ¡Con todo su potencial! Pili le contesta siempre que está más feliz que el cuco criando a los gemelos y que Pablo gana más que suficiente para vivir de manera confortable. Llegadas a ese punto, mi madre se bloquea y empieza a hablar del tiempo. Nunca lo superará.

Laura recogió su tarjeta de crédito y dejó algo de propina en efectivo para el camarero.

-¿Qué? ¿Nos vamos?-.

– Sí, claro. Me apetece estirar las piernas.

– No me extraña, pensé que ibas a acabar con las provisiones de un mes…

– No seas exagerada, que no ha sido tanto. Me he contenido porque invitabas tú – contestó Marta, poniendo cara compungida -.

– Je, je- se rió Patricia- Que los dioses se apiaden de nosotros si no te llegas a contener.

Al salir a la calle, Marta se erizó en un gesto involuntario, cruzándose de brazos y tratando de conservar su calor interior. Hacía frío y en algún momento había empezado a nevar otra vez. La acera y los coches aparcados estaban completamente cubiertos por una película blanca.

– ¿A dónde te apetece ir ahora?- preguntó Patricia, enfundándose de nuevo sus guantes de piel y abrochándose los botones de su abrigo.

Cuando Patricia levantó la mirada de su abrigo, la imagen ante sí le hizo temblar y no precisamente de frío. La luz de las farolas iluminaba el hermoso perfil de Marta, destacando sus ojos verdes y la blancura inocente de su piel, su media melena rubia recibiendo los envites de la nieve, que con suavidad caía al ritmo de un blues. La mano derecha de Patricia tomó vida propia para acariciar la mejilla de Marta, apartando algún copo de nieve imaginario y los labios de Marta se separaron con deseo. En el hechizo del instante, Patricia no pudo sino seguir la inercia de su boca, abierta y sedienta, hasta que se encontró con la boca de Marta, que sabía a licor y mariscos, fresa y chocolate. Su mano derecha se colocó en la nuca de Marta y la sostuvo aún más cerca, mientras su otra mano buscaba las líneas de la cintura. El encuentro duró lo que dura una batalla perdida de antemano, nunca hay tiempo suficiente para rendirse al otro bando, y aún parecía haber pasado un siglo, demasiadas bajas innecesarias. Al final, Marta se halló a sí misma abrazada a Patricia, contenta y satisfecha, recuperando el aliento mientras escuchaba el latido rítmico del corazón de Patricia. Los copos de nieve continuaban bautizándolas en la pureza blanca que lo cubría todo. El tiempo había sido congelado. Nadie se atrevía a romper el silencio.

-¡Venga, chata, dame lo que tengas o le hago dos agujeros nuevos para los pendientes a tu novia!.

La irreverente voz masculina irrumpió en escena, desgarrando el silencio con nocturnidad y alevosía. El dueño del cloquido no era otro sino un matado del tres al cuarto, flaco y escurrido, barba de tres días y pinta de no haberse lavado en un par de meses, empuñando una navaja y mirando nerviosamente en todas direcciones a la vez. Patricia gruñó, sin decir palabra, y frunció el ceño como el niño que se ve privado de su juguete favorito cuando mejor se lo está pasando. Marta se despegó del abrigo de Patricia a duras penas.

– No es mi novia- refunfuñó, molesta con el navajero – aún no.

– Hala, arréglalo ahora- dijo Patricia, ignorando la presencia del matón.

– De verdad, un beso de nada y ya se creen con derecho a título de propiedad- continuó Marta.

El flaco de la navaja no se terminaba de creer que nadie le hiciese el menor caso.

– Oiga, oiga, seamos serios, que esto es un atraco – dijo, apuntando con la navaja a Marta, que siendo la más pequeña de las dos parecía la más inofensiva- Señoritas, por favor, el parné que hay prisa, no tengo toda la noche.

– Parné, parné – repitió Marta con fastidio, haciendo ademán de abrir su bolso para sacar la cartera, mientras giraba las manos en el aire- Dinero, efectivo, líquido…que se dice también -.

El aspirante a atracador dio un paso al frente para recoger su botín de la mano de Marta, pero se vio sorprendido por un rápido movimiento. En un segundo, Marta le retorció el brazo y le hizo soltar la navaja, mientras con una patada le hizo polvo la espinilla. Marta aprovechó para asestar con su rodilla un último golpe en la mandíbula de su oponente, dejándolo fuera de combate. Doblándose de dolor, el flaco sopesó sus opciones y salió corriendo como alma que lleva el diablo. «El oficio ya no es lo que era, hasta las mosquitas muertas saben Kong Fu estos días».

-¿Qué fue eso?- preguntó Patricia, desconcertada -.

– Hmmm, sólo dos horas dos veces por semana en el gimnasio. ¿Shorinji kempo?- Patricia seguía interrogándola con la mirada- ¿Artes marciales aplicadas a la defensa personal?

– Recuérdame que no me meta contigo.

– Lo haré, descuida…¿Por dónde íbamos?

– Le estabas explicando a ese atracador tan amable que había sido «un beso de nada» – dijo Patricia, refunfuñando sin demasiado énfasis y envolviendo a la rubia en un abrazo.

– ¡Ah! Eso…Pero todo se mejora con la práctica.

El rebote sonoro de múltiples balones de baloncesto y el ruido de las suelas de plástico deslizándose por el parquet del pabellón deportivo formaban parte de la banda sonora habitual del entrenamiento.

La cancha central, que cuando se utilizaba completa podía albergar una pista de fútbol sala, había sido dividida en tres canchas más pequeñas por obra y gracia de dos enormes y pesados telones de tela gris y anodina que colgaban de unos raíles en el techo. Los potentes fluorescentes que iluminaban el lugar en las tardes de invierno eran innecesarios porque la luz de la mañana entraba a raudales por los gigantescos paneles de cristal que componían la pared sur. El paisaje verde y vivo del otro lado del vidrio contrastaba con las grandes gradas de madera de la pared norte, completamente desiertas salvo por unos cuantos deportistas que charlaban en espera del inicio de sus respectivas prácticas.

Patricia entró en el pabellón como cada sábado, sonriendo al portero y firmando en el libro de entrada. Después de dejar su carné de identidad, recibió a cambio una llave numerada para la taquilla del vestuario. La joven tenía su hermosa melena castaña recogida en una humilde cola de caballo y llevaba puesto un chandal negro y dorado. Empujó la puerta del vestuario femenino y saludó a algunas de sus compañeras de sudores, que ya estaban cambiándose a las ropas de faena.

Casi de inmediato, Yaiza, que iba vestida con una camiseta del Sandra Gran Canaria y unos licras cortos, se acercó a la morena recién llegada.

-¡Hola, guapa!- dijo con su acento isleño- ¿Qué? ¿Qué tal anoche?- le guiñó un ojo.

-¡Hala! ¿Qué fue del «buenos días, cómo estás, me alegro de verte»?-.

– Venga, no seas plasta y cuéntame -.

Patricia, nada impresionada por el hambre de cotilleo de su amiga, puso la mochila sobre un banco y se sentó para desembarazarse del chandal, dejando al descubierto sus pantalones cortos y la camiseta sin mangas que iba a usar para el entrenamiento. Guardó sus cosas en la taquilla y se levantó para bajar a la cancha.

– No pasó nada, la invité a cenar, comimos en un restaurante gallego, nos besamos, llegó un atracador, se deshizo de él y seguimos besándonos otro ratito .

– ¿Con que no pasó nada, eh? Fuerte morro que te gastas, mejor te diera vergüenza, la primera vez que sales con ella y vas y la besas, así, por las buenas…¿Cómo que un atracador?- Yaiza se quedó detrás, perpleja, parada en el medio del túnel de vestuarios mientras Patricia continuaba su camino al entrenamiento, trotando y volviendo la cabeza con un guiño cómplice y una enorme sonrisa en los labios. -¡Patricia!-.

Labios imposibles,
El pulso agitado y convulso
Es ahora
El momento preciso
Para el beso perfecto.
Sin palabras,
Sin respirar, apenas,
La esencia húmeda
Que dibuja arabescos en tu boca.
Fundida en la lucha,
Coreografiada en secreto,
Ya no me siento una.
Lo había soñado antes
Sin saberlo,
La entrega total,
El contacto,
Tu ejército, mi ejército.
Choques incandescentes,
Quiero arrancarte
Y llevarte dentro,
Ya no me siento sola.
Un armisticio declarado
Para recuperar el aliento,
Los unicornios blancos
Galopan praderas de fuego, bríndate.
Tengo el cosmos vibrando
En mi pecho,
Ya no me pertenezco.

Marta separó la pluma del papel donde había garabateado las estrofas del poema. A su alrededor, la oficina estaba vacía de vida. Los sábados no eran normalmente conocidos por su ajetreo. «Es una imagen pobre para lo que sentí anoche, pero se acerca mucho». Al pensar de nuevo en Patricia, el corazón se le quería salir del pecho. «Ay, Martita, qué mal te veo…», se lamentó para sí.

Labios imposibles,
El pulso agitado y convulso
Es ahora
El momento preciso
Para el beso perfecto.

Por Sam C

Soy gestora de proyectos de señalización ferroviaria, escritora y fotógrafa, oriunda de Canarias y adoptada por el Reino Unido. También estoy estudiando en la universidad de Warwick un Master de Ciencias a tiempo parcial (Programme & Project Management).

Dejar un comentario