Ella era una mujer quieta, que nació en una isla quieta, en un tiempo distinto. Ayer murió, sin dejarse nada, llevándose la memoria de mi infancia, dejándome destapada el alma. Flores de caña verde, una única nota lloraba su ausencia. Ella era la esquina del portal de mi casa, el meandro del camino que es posible recorrer a ciegas, los ojos cansados que consuelan rodillas lastimadas. Ella es como el viento en aquella isla, aunque sin saberlo constante, caliente, de arena horadando refugios para niños abandonados. Menuda y quieta, hermosa y serena, con las manos abiertas, dedos torcidos por los años. Te despediste hace tiempo, no lo supo nadie, al fondo, la folía. Quietud y mirada vacía, ya no estabas. Nadie se dio cuenta. Yo no quise darme. Ahora seré yo quien corra detrás, sobre la alfombra de flores de mundo que crece blanca estela donde ella pisa. ¡ESPÉRAME, ABUELA! Quiero ir paseando a la tienda contigo, arrastrarte el bolso en el camino de vuelta y tener una guerra de cosquillas. Quiero que me peines bonita que me pongas colonia antes de ir a clase. Quiero tener de nuevo cinco años y que me mimes mucho, para darte besitos, grandes, pequeños, besitos mulatos de chocolate. ¡No corras tanto, no corras tanto! Hoy he bajado otra vez por el barranco, contigo y con Florita, las tres de la mano, recogiendo campanillas. Caminando ligera, limones y nísperos, rincones que ya no pisa nadie. Mi abuela era una mujer quieta, cuyo oficio fue bregar con la vida hasta el último instante. Me la ha robado un ángel, me la ha robado un ángel.
Mi abuela se llamaba Manuela del Carmen Sosa Acosta, con cariño le decían «Manolita». Murió la víspera de Reyes, cinco de enero de 1999, en Las Palmas de Gran Canaria. Había nacido hace más de ochenta años en La Ampuyenta, Isla de Fuerteventura. Tenía un corazón que no le cabía en el pecho y se pasó el último año en una clínica, casi sin hablar.
A mi solía llamarme «tiestillo chico», porque era una niña muy revoltosa. No quiero recordarla en la cama blanca del hospital, sino como ella era antes, cuando me regañaba por ponerme perdida de barro y me regalaba golosinas.