Andanzas de una repipi sin historia

Cuento publicado en Cuarentena, la revista de estudiantes de la Facultad de Ciencias Jurídicas, en 1993-4, por Marina Álamo (alias Samantha Cabrera Díaz)


María Eulalia era conocida en los círculos sociales más restringidos de Las Palmas como «Mili, la hija de Ernesto Colgado de La Mata y Alberta de La Torre», luciendo en sus exclusivas tarjetas de visita (enmarcadas en bordes dorados) sus dos insignes patronímicos junto a su última ocupación: estudiante de Derecho.

Su «papito», tratamiento cariñoso que ella le otorga cuando necesita una transferencia a su cuenta bancaria, es un hombre muy ocupado, que no puede pasar el tiempo que quisiera con su familia, pues los viajes de negocios y una jovencísima secretaria rubia teñida apenas le dejan un minuto libre.

María Eulalia podía haber escogido cualquier universidad del país o del extranjero, pero decidió quedarse en casa. ¿Dónde mejor podría disfrutar del calor de su hogar, de las cenas caseras en familia y de la Visa Oro sin límite que su papá le prometió por no dejar sola a su madre? De todas maneras, para recorrer mundo ya tenía tiempo en vacaciones, además de dinero y mucha clase.

Su mamá le había recomendado escoger una carrera universitaria con futuro, en la que pudiera conocer a un buen partido como posible marido y padre de sus vástagos. Sin embargo, como quiera que los números y las fórmulas químicas le producían fuertes cefaleas, optó por olvidarse de médicos en ciernes y especializarse en magistrados y abogados de empresa. «Con los trapicheos comunes de la profesión» – le recordó su padre- «se mueve mucho dinero». En cualquier caso, ella, de dinero, sabía un rato. Había estudiado la primaria y la secundaria en los centros más caros de la isla y pasado los veranos mejorando su acento en colegios de Cambrige, Oxford e incluso de USA, donde compartió una vez habitación con la mismísima sobrina de la cuñada del presidente de los «States» (aunque, en su opinión, los americanos resultaban demasiado chabacanos).

Aquel día en la vida de Mili Colgado de La Torre comenzó como cualquier otro. A las 7:00am la despertaba la asistenta con un desayuno equilibrado, a la manera continental, que le era servido en la cama.

Después de una ducha tonificante, acometía los 45 minutos diarios para maquillarse y acomodar su hermosa melena castaña.

Más tarde, siempre con prisas, mientras sacaba el Mercedes del garaje telefoneó desde el móvil a Laura, su mejor amiga del club de campo, que había vuelto a «rozar su coche» y lo estaban repintando de rojo pasión en el taller. En realidad, Laura estaba convencida de que algún envidioso había estropeado a posta el rojo metálico de su descapotable, sirviéndose para ello de un destornillador. Mili recogió a Laura y continuó, camino de la facultad, comentando las virtudes del modelito que lucía su «partenaire». Mili pensaba que su amiga confundía lo caro con lo elegante, aunque, por supuesto, dijo que le quedaba divino. En cualquier caso, tenerla a su lado la favorecía, dado que en las comparaciones, sin duda, saldría siempre mejor parada. Llegaron tarde a clase, como casi todos los días, armando el mayor alboroto imaginable con la puerta al cerrarse, las sillas, el bolso, los apuntes…

La profesora, que no las podía ni ver («por envidia, seguro» -argumentaba Laura), les lanzó una mirada asesina desde la pizarra.

En el descanso ambas estudiantes tomaron un té con leche en la cafetería donde, llena como estaba de jovencitos malcriados, tuvieron que esperar para que las atendieran casi cinco minutos.

A la salida de la facultad, ya de vuelta a casa, un par de «jovenzuelos con pinta de hippies neocomunistas»(así los llamaba papito) repartía propaganda subversiva contra el bloqueo norteamericano a la Cuba de Fidel.

La verdad es que aquel chico de tez morena y sonrisa perfecta, que repartía propaganda de mano en mano, no se le quitó la cabeza en toda la tarde. Ni siquiera cuando jugaba al tenis con Asdrúbal, una de las mejores fortunas del lugar, cuyos padres tenían de todo, incluso cuentas secretas en Suiza.

Ella todavía no había captado quién era ese tal Fidel, quizá un cantante sudamericano de salsa, de esos tan de moda. Pero, de todos modos y para que triunfase la Revolución (ella ya había sido partícipe de la revolución de las cremas hidratantes, luego tenía cierta experiencia en el tema), no le importó al día siguiente entrar en el Corte Inglés y cargar a su tarjeta un par de cajas de los productos más demandados en Cuba.

Aunque primero consultó con aquel chico de tez morena y sonrisa perfecta si enviaba los paquetes directamente a ese cantante cubano, a Fidel, o bien venía él mismo a recogerlos. Así pudo charlar un buen rato con Octavio y enterarse de que su madre era una psicóloga argentina y de que su padre llevaba la contabilidad de una tienda de ordenadores. Además, consiguió concertar su primera cita con él para esa noche en el local de un partido, cuyas siglas no recordaba, donde habría una conferencia sobre Cuba. Bueno, no era una cita exactamente, pero por algo se empieza.

El mes siguiente fue para Mili, a quien Octavio llamaba simplemente Eulalia, bastante ajetreado. Se había convencido a sí misma de que si el muchacho era un poco comunista no importaba demasiado, bastaba con ceder en algunas cosillas.

Se había pasado de las prendas de firma a la ropa de sport. La sesión de maquillaje de todas las mañanas había quedado reducida a 10 minutos, porque Octavio le convenció de que ella no necesitaba tanto potingue químico y de que tenía una mirada preciosa al natural. Había dejado aparcado el Mercedes en el garaje y ahora iba a todas partes en el viejo Volkswagen de Octavio. E incluso había roto todas sus tarjetas de crédito delante de él (salvo la Visa Oro, claro, que escondió muy bien en su bolso).

Poco a poco empezó a darse cuenta, gracias a su nuevo amor, de que el mundo era algo más de lo que salía en las revistas de moda.

Su excelsos progenitores no notaron hasta que fue demasiado tarde el cambio experimentado por Mili, ahora Eulalia. Su padre nunca hacía acto de presencia en el hogar familiar y su madre andaba muy preocupada con un detective privado que había descubierto una aventura de su marido con una rubia teñida.

Eulalia se interesó de repente por las obras de Marx y Hegel, además de empaparse de la historia revolucionaria sudamericana, Comandante Ché Guevara incluido. Al poco tiempo era capaz de mantener una conversación inteligente sobre política y perdió, como contrapartida, a Laura, su amiga de siempre.

«¿Qué más da?» -se dijo- «Al fin y al cabo sólo es una estúpida burguesa clasista». En aquella época hizo el amor con Octavio por primera vez. Siempre había proyectado reservarse «ese tesoro» (como lo llamaba su abuela) para el hombre con el que se fuera a casar, pero después del giro que habían tomado los acontecimientos no estaba tan segura de querer contraer matrimonio. Además, ¡qué diablos!, durante los sesenta la generación de su madre había quemado los sujetadores. Y ella no iba a ser menos liberal que su madre, por supuesto.

Por otro lado estaba Octavio, a quien le quedaban tan ajustados los vaqueros y que cada vez que rozaba su piel hacía que se estremeciera. Hubiese hecho cualquier cosa que él le hubiese pedido.

Tras aquella maravillosa noche en la playa, Eulalia volvió a casa y rompió su Visa Oro. En menos de tres meses su vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Abandonó la residencia familiar y consiguió un empleo por las tardes que le permitiese vivir por su cuenta y compartir un piso con Octavio sin demasiadas complicaciones económicas.

Hasta que una tarde llegó temprano del trabajo. Se encontraba algo acatarrada. Cuando entró en el dormitorio pilló a su (a partir de ese momento) ex-novio acostado en su cama sobre su ex-mejor amiga, Laura. En el barrio todavía recuerdan a una chica medio desnuda que salió a todo gas en un descapotable rojo, mientras Eulalia lanzaba su ropa y toda clase de improperios por la ventana. Mili regresó a su casa para mayor tranquilidad de sus padres e inició otra vez las sesiones de tenis con Asdrúbal, el de las cuentas en Suiza. Se afilió a Nuevas Generaciones del Partido Popular sólo para llevar la contraria y volvió a ser la niña favorita de su papito, quien, por aquel entonces, había prescindido definitivamente de su antigua secretaria por motivos de salud (su esposa había prometido arrancarle los pelos del cuerpo uno a uno, empezando por donde más le doliera, en caso contrario).


Epílogo

Este verano Mili combatió la nostalgia con un viaje a La Sorbona Francesa, donde se codeó con familiares de casi todas las cabezas coronadas de Europa. Pero, cuando regresaba del aeropuerto, pasó sin saber porqué junto a aquella playa. Estacionó en el arcén y contempló pensativa cómo la marea de la tarde abandonaba poco a poco la orilla. No pudo evitar recordar al Ché, a Víctor Jara y Silvio Rodríguez.

¡Qué diablos! Tampoco había estado tan mal después de todo.

Por Sam C

Soy gestora de proyectos de señalización ferroviaria, escritora y fotógrafa, oriunda de Canarias y adoptada por el Reino Unido. También estoy estudiando en la universidad de Warwick un Master de Ciencias a tiempo parcial (Programme & Project Management).

Dejar un comentario